Desde que llegásemos a México habíamos escuchado mil historias maravillosas sobre Chiapas, sus peculiares gentes, sus paisajes de cuento y sus extraños animales. Nos despertamos en Palenque con los picotazos de diminutos mosquitos que nos daban la bienvenida a las tierras chapanecas. En cuanto dimos una vuelta al centro del pueblo eligiendo dónde desayunar un licuado y un café, descubrimos también la simpatía de los habitantes del lugar. El día empezó nublado aunque la sensación de calor y la humedad seguían presentes, pero antes de terminar el café, el sol ya iluminaba la transitada plaza del pueblo. Para comenzar a conocer la región decidimos visitar la Cascada de Aguas Azules, que según el camarero era la más bonita de las tres que había cerca y además era la única donde nos podíamos bañar.
El aguacero caído impidió que el agua hiciese honor a su nombre, pues en vez de ser azul, el lodo arrastrado la convertía en marrón. Aun así el lugar merecía la pena, la vida crecía por todas partes y los rápidos que hacía el río provocaban curvas y formas sugerentes en el paisaje. Allí conocimos una chica italiana que trabajaba en una empresa dedicada al comercio justo, que venía a controlar la situación de las cooperadoras de café de la zona. Nos contó las dificultades del desarrollo de su proyecto; debido a las ofertas que hacen las multinacionales a los productores de café, superiores a las de la cooperativa, pero sin asegurar ni la continuidad de la producción, ni la inversión en el desarrollo de infraestructuras para incrementar el valor añadido del café, ya que no cuentan ni con una tostadora de grano todavía. Aprovechamos las explicaciones que daba un guía mexicano a un grupo de americanos, para enterarnos de la historia del sitio sin tener que rascarnos los bolsillos y de paso saber cuál era la zona de baño. El guía, que era Chilango (como se les dice a los de Distrito Federal), nos llevó a una zona tranquila donde emular al mismísimo Tarzán, con una cuerda que colgaba de un árbol y terminaba en medio del río. Después de las piruetas, un buen paseo y unas quesadillas en compañía de nuestra amiga italiana, nos retiramos a Palenque antes de que anocheciese, para que Tenesi no tuviera un paro cardiaco a la vuelta.
Desfile militar, Palenque
El jueves por la mañana ya teníamos la casa preparada y las pilas recargadas para continuar el viaje adentrándonos en la Selva Lacandona que se extiende desde Palenque hasta la frontera con Guatemala por el este y sur, y hasta Comitán por el oeste. Es una selva inmensa en donde habitan jaguares, monos aulladores, tucanes, serpientes, y demás animales extraños de ver en el viejo continente. Tal como llegamos a Lacanjá, la aldea donde pasaríamos la noche, comprobamos de qué palo estaban hechos los insectos del lugar, pues al Gordo se le ocurrió mear en un árbol sin darse cuenta que ponía la chancla encima de un hormiguero. Las hormigas enfadadas con esta ofensa comenzaron a subir por su pie mordiendo todo lo que encontraban a su paso. No pasaron ni dos segundos desde que comenzase a mear, cuando el Gordo comenzó a gritar del dolor que le producían y las hormigas, de diminuto tamaño, parecieron celebrarlo mordiendo un par de veces más recordando la historia de David y Goliat. Cinco minutos después del incidente, el pie del Gordo era un campo de ampollas, algunas incluso sangrantes, y es que debe ser cierto eso que dicen muchos entrenadores de futbol de que no existe rival pequeño. Esa noche nos preparamos para la guerra antes de que se fueran las últimas gotas de luz, forrando cada ventana de Tenesi con mosquiteras, y metiéndonos dentro a las seis de la tarde, ya que sin luz no hay nada que hacer.
Después de pasar las primeras horas charlando alegremente con Gaspar y su familia, aprovechamos que era pronto para dar una vuelta por uno de los recorridos marcados en la selva, el que sale de Lacanjá hasta la Cascada de las Golondrinas. Una vez más, y después de pelearlo durante 20 minutos, nos sirvió el hecho de ser periodistas para ahorrarnos el importe de la entrada. La excursión duró unas cinco horas, pasando por innumerables puentes que salvaban los miles de arroyos que transcurren por la selva, y avistando árboles, pájaros e insectos de extrañas formas y colores. Cuando llegamos a la cascada no lo podíamos creer, era un sitio de cuento, una pequeña cascada rodeada de vegetación allá donde mirases, que caía unos 10 metros encima de un pequeño manantial donde pudimos bañarnos y usar la cascada como masaje hidráulico, aunque no se pudiese aguantar más de medio minuto bajo ella. Después de regocijarnos durante un par de horas, solos y sin turistas, volvimos corriendo al pueblo en busca de Tenesi para proseguir nuestro safari, ya que la carretera fronteriza con Guatemala, por la que debíamos ir, no es aconsejable de recorrer por la noche por el riesgo de asaltos y por las malas condiciones del asfalto, cuando es asfalto, Llegamos esa noche a Las Guacamayas, un centro eco turístico cerca de las ruinas de Bonampak y Yaxchilán, rodeado de monos aulladores que se pasaron la noche de charla entre ellos sin dejarnos apenas descansar. Menos mal que estábamos avisados del potente aullido con el que se comunican, porque si no llegamos a saber nada, hubiésemos pensado que teníamos a Ténesi rodeada de una manada de jaguares de dos metros como poco. Allí pasamos el tiempo conversando con Marisa y Brenda, dos mexicanas muy simpáticas que estaban de prácticas en el centro. Gracias a ellas nos enteramos de que ese domingo era Santa Guadalupe, patrona de México, por lo que todo el país estaría de fiesta.
Decidimos salir pronto del sitio para poder aprovechar bien las horas de luz, ya que nos quedaba un largo recorrido por hacer ese día. Paramos a almorzar por la Laguna de Montebello, normalmente con aguas cristalinas, que después de las lluvias de las últimas semanas eran de un marrón bastante oscuro. La crecida de la laguna había cubierto de agua las casetas de hojalata colindantes, que tiempo atrás fueran fruterías, tiendas de suvenires y puestos de comida local. Ya que el cambio de color del agua afeaba el paisaje y no nos podíamos bañar, decidimos no perder más tiempo y apresurarnos en llegar a San Cristóbal de las Casas, una pequeña ciudad de 120.000 habitantes dentro de las montañas chapanecas. Llegamos allí un poco entrada la noche, en chanclas, pantalón corto y camiseta, y casi nos da un síncope; no tuvimos en cuenta que por primera vez nos encontrábamos a 1800 km de altitud, lo que provocó un descenso muy considerable de las temperaturas que habíamos manejado hasta el momento. Sacamos la poca ropa de abrigo de la que disponíamos, nos enfundamos cual cebollas, y salimos a tomar algo ya que la ciudad parecía animada. Después de tomar las primeras copas en un antro (como se llaman aquí los garitos) con música en directo, nos recomendó la camarera ir a una fiesta allí cerquita. La fiesta era organizada por Zapayasos, una ONG de payasos zapatistas que actúa en la región. Ir allí fue lo mejor que pudimos hacer, ya que tal como entramos en la fiesta, nos encontramos por casualidad a Paco, amigo nuestro de la Facultad que lleva cinco meses viviendo en San Cristóbal, menuda suerte. Estuvimos toda la noche conociendo a amigos de todas las partes del mundo e intercambiando historias de los dos últimos años, ya que hacía ese tiempo que no nos veíamos con Paco.
El domingo amaneció muy soleado y muy pronto, o eso nos pareció a nosotros por lo tarde que nos habíamos acostado. Había un sinfín de personas con sus mejores galas, que desde bien temprano salían a pasear en peregrinación hacia la Iglesia de Guadalupe. Las calles se encontraban adornadas por miles de banderillas con los colores de México y el nombre de su patrona en lo alto. Cada dos minutos llegaba un grupo de corredores procedentes de todos los pueblos de la zona, que como ofrenda a la virgen, encienden todos los años una antorcha en su localidad y la transportan corriendo hasta llegar a la iglesia de Santa Guadalupe. El sol bañaba con fuerza la ciudad, iluminando las miles de tonalidades de diferentes colores que ofrece la arquitectura colonial de la zona, las plazas y avenidas se llenaban de música y olores a mil manjares callejeros, los niños bailaban y reían felices al compás de los cánticos, los mayores les acompañaban recordando la época en la que los críos eran ellos, y nosotros observábamos con atención las escenas que nos rodeaban. Cada rincón estaba lleno de luz, música, bailes y sonrisas, parecía que una ola de alegría hubiese bañado el valle donde nos encontrábamos.
Tomamos unas micheladas que nos ofreció nuestro amigo Paco, casi ofendido porque no las hubiésemos probado en las tres semanas que llevábamos en tierras mexicanas. Se trata de una manera muy peculiar de preparar la cerveza, con limón, chile, sal, salsa Perrins, tabasco y un par de salsas más inidentificables; vaya mejunje, sabía a todo menos a cerveza, pero para la resaca dicen que es de lo mejor. Pasamos todo el día de paseos para uno y otro lado entre una marabunta de gente que abarrotaba los puestos callejeros de comida, y cuando no pudimos más regresamos a casa de Paco a descansar un poco y relajarnos antes de ir a dormir. No teníamos ninguna prisa en conocer todo San Cristóbal, pues nos dejó una primera impresión tan buena, que sabíamos que nos quedaríamos unos días más a respirar aire puro, y compartir anécdotas con la gran cantidad de viajeros que pasan, se quedan y habitan la ciudad.
Bueno chicos, que sitios tan maravillosos estáis recorriendo. Todo el mundo habla de San Cristobal y alrededores como una maravilla. Me alegro de que y todo valla casi mejor de lo planeado por la incorporación de Ténesi. Las fotos las veo bien, solventado el problemas del contraste, y muy bien la secuencia del Gordo de los dos tarzanes en la liana.
ResponderEliminarUn beso y cuidaros mucho.
q lindas foto!!!!! uff!!!!! m nknto una!!!! el viaje cierto!!!!!! q andan d lo mejor bsos y abrazos. marissa!!
ResponderEliminarTodo muy bien hasta que utilizaste la palabra indio que es peyorativo en estas latitudes. Debés saber que indios solo en la India. En América encontrarán indígenas o aborígenes que es muy diferente.
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